¿Y qué tenía Ana Bolena para
volver loco a Enrique VIII hasta el punto de ponerlo todo en la mesa de
apuestas? La verdad es que nunca lo sabremos. Viendo los retratos que se
conservan de ella vemos a una mujer delgada, de ojos grandes y boca pequeña, de
cabello castaño, sobre la que podemos opinar poco con los cambios en los
cánones de la belleza que ha tenido la historia. Sí que nos han dicho que su
piel era más oscura de lo habitual, y que si bien no se la consideraba
realmente hermosa, si que se hablaba de que era encantadora, de un modo casi
mágico, lo que por cierto, más tarde le costaría caro. Sea como sea, el caso es
que Enrique VIII prácticamente enloqueció por estar con ella, pero hay otro
punto que valorar antes de que llegara la ruptura entre Inglaterra y Roma, y es
que en toda Europa se estaba viviendo el nacimiento del concepto de estado
moderno tal y como lo entendemos hoy. En España, los Reyes Católicos habían
decidido fundamentar precisamente ese proceso en la Iglesia, por ejemplo,
integrando o expulsando a las minorías que pudieran existir (musulmanes y
judíos en principio). Alemania y Francia tendrían sus procesos de una forma o
de otra, y la cuestión siempre pasaba por la "nacionalización" de las
iglesias estatales, y Enrique VIII cabalgó esa ola hasta sus últimas consecuencias.
Recordemos además que la abuela de Enrique, aquella famosa Margarita Regina, había sido una firme defensora
del carácter sagrado de la monarquía Tudor, Enrique VII había sido rey Por la Gracia de Dios, y esta señora
había tenido un gran peso en la educación de Enrique VIII. Si su capacidad
divina venía de Dios mismo, ¿por qué iba a tener que plegarse a los deseos de
Roma?
En
fin, que tenemos a Enrique VIII bebiendo los vientos por Ana, enfrentado a la
Iglesia, pensándose en si le cortaba la cabeza a su principal consejero y
temiendo que en cualquier momento el tiro le pudiera salir por la culata y el
Emperador Carlos apareciera al frente de un ejército en Dover y le diera una
serie de correctivas ostias en nombre de su tía. Mientras, Enrique componía
canciones para Ana Bolena (nos han llegado algunas, como Greensleeves o Past Time in
Good Company, podéis echarles un ojo en Youtube), y como hemos visto,
trataba de situar a los partidarios de Ana Bolena en las posiciones de mayor
influencia de Inglaterra. Ya hemos visto a Thomas Cranmer convertirse en
Arzobispo de Canterbury, pero en esos mismos años llegó un nuevo Thomas (y van
unos pocos) al entorno del rey, y parece que también lo hizo de la mano de Ana
Bolena. Se llamaba Thomas Cromwell, había nacido en Londres y había pasado por
diferentes trabajos hasta llegar a encontrarse bajo la protección de Wolsey.
Pero Cromwell estuvo hábil a la hora de ver que se acercaba la hora de la caída
del cardenal, y parece que se encontró cómodo en el entorno propenso a las
reformas religiosas como era el que comenzaba a crecer en torno al rey, Ana
Bolena, Cranmer, etc. Cromwell fue uno de los principales valedores y
consejeros de Enrique VIII en este momento histórico, y fue gestando los textos
jurídicos en los que la independencia de Inglaterra se fue formando hasta que,
en 1534 se promulgó finalmente el Acta de Supremacía.
Cuidado,
no debemos pensar que con este Acta de Supremacía Enrique se estaba uniendo a
los protestantes, ni mucho menos. De hecho, entre los Luteranos y Calvinistas
las reformas de Enrique VIII no tuvieron prácticamente peso, y es que lo que
Enrique hizo fue erigirse como nueva cabeza de la Iglesia, en sustitución del
Papa, pero mantuvo todo lo demás. Dogma, estructuras, ceremonial, cargos... Sólo
que en lugar de rendir cuentas a Roma, los clérigos ingleses comenzaban a
partir de ese momento a rendirlas al rey de Inglaterra. Podríamos pensar que
fue un simple cambio de sombrero, sustituir un jefe por otro, pero estamos
hablando del Siglo XVI, y pese al modelo humanista que se estaba extendiendo,
debemos seguir entendiendo que se trataba de una cultura muy religiosa, en la
que conceptos como la condenación al infierno estaban en el día a día. La
ruptura de Enrique VIII con Roma podía suponer que todos sus súbditos se vieran
arrojados a las llamas del infierno, sin comerlo ni beberlo, y sin haber tenido
nada que opinar en ello, así que no fue un cambio que se aceptara sin
problemas, y traería numerosos problemas a Enrique VIII durante toda su vida.
Por
cierto, en este tiempo Catalina se mantuvo fiel al catolicismo romano, al igual
que su hija, María.
Así
que con todo esto, la corte inglesa quedaba reconstituida. Tenemos a Enrique
borrando las "K" y sustituyéndolas por "A" en todos los
edificios importantes, a la pareja real residiendo en la que había sido la casa
de Wolsey, a un reformista al frente de la iglesia de Inglaterra, a Cromwell
asumiendo cada vez más parte del poder que había ostentado su difunto
protector... y a una nueva princesa como heredera al trono. Y es que aunque el
Acta de Supremacía se había promulgado en 1534, Enrique y Ana se habían casado
el 25 de Enero de 1533, quizá queriendo dar a la Iglesia de Roma una última
oportunidad de reconocer su matrimonio al ponerlo sobre la mesa como un hecho
consumado, aunque como hemos visto, eso no ocurrió, y el 7 de Septiembre de ese
mismo año, había nacido su primera hija, lo que nos revela que, o bien fue un
poco prematura, o bien la resistencia de Ana ante Enrique había desaparecido
antes ya de la boda. Su nombre fue Isabel, nombre que compartían la madre de
Enrique (Isabel de York) y la madre de Ana (Elizabeth Howard), y con el
divorcio de Enrique y Catalina, había pasado por delante de su hermana mayor
María, que se había visto despojada del título de princesa.
Una joven Isabel Tudor, obra de Willian Scrouts. Aquí todavía no se le había ido la cabeza y se había disfrazado de drag queen del siglo XVI. |
Por
cierto, hablando de hermanos y hermanas. ¿Recordáis al hijo de Enrique VIII y
Bess Blount, aquel pequeño Henry Fitzroy, duque de Richmond? Por estos tiempos
era ya un jovencito, y parece que la propia Ana Bolena se encargó de buscarle
una esposa acorde a su rango. La elegida fue Mary Howard, hija del Duque de
Norfolk, y por lo tanto, prima de Ana Bolena.
Así
que el amor se extendía por la corte inglesa, Enrique y Ana se miraban, se
besaban, se miraban otra vez, rebosaban amor hasta causar diabetes, todo en
Inglaterra era felicidad...
Pues
no, realmente no. Como he dicho antes, una cosa era que un rey tuviera una
amante, que eso lo entendía todo el mundo. Una amante, un amante o dieciocho,
lo que quisiera. Pero jugarse las almas de todos sus súbditos por un polvo...
eso ya era otra cosa. Una parte de Inglaterra se resistía al cambio, y vamos a
ver el ejemplo en dos personas, John Fisher o Tomás Moro. De este último ya
hemos hablado antes, era un importante humanista británico al que Enrique había
nombrado Lord Canciller de Inglaterra tras destituir a Wolsey, y se le
considera uno de los mayores intelectuales de la historia británica. Además,
fue uno de los grandes enemigos ingleses de la Reforma Protestante, aunque aquí
los historiadores se dan de ostias. Los hay que dicen que Tomás Moro fue un
asesino de herejes y que iluminó Londres a base de encender hogueras con
protestantes (lo que no queda muy humanista, la verdad), y los hay que dicen
que de eso nada, que las quemas no comenzaron hasta la llegada de John
Stokesley al obispado de Londres, y eso fue en 1531, cuando Moro ya empezaba a
estar de capa caída. Sea como sea, el caso es que Tomás Moro era un católico
convencido y amigo personal de la reina Catalina. El divorcio lo debió llevar
de aquella manera, pero en 1534 se negó a firmar el Acta de Supremacía.
Algo
parecido pasaba con John Fisher, que había sido capellán de la propia Margarita
Beaufort y que había dirigido la cátedra de teología en Cambridge, a donde
había conseguido llevar a dar clases al mismo Erasmo de Rotterdam (que era como
que Elon Musk fiche para tu startup). Como capellán de Catalina de Aragón,
había sido un enérgico enemigo de la Reforma, y fue un duro opositor para el
proceso de divorcio entre Enrique y Catalina, siempre del lado de esta última.
Y al igual que Tomás Moro, se negó a firmar el Acta de Supremacía. Enrique se
encabronó con los dos, y mandó a Moro y a Fisher presos a la Torre de Londres,
a meditar sobre lo que habían hecho, pero ni uno ni otro cedió. Pablo III, Papa
por aquellos entonces, nombró cardenal a John Fisher, pensando que ni siquiera Enrique
VIII se atrevería a tener encerrado a un príncipe de la Iglesia Católica, pero
patinó. Enrique se encabronó más, acusó a Fisher de traición y de conspiración,
y menos de un mes después del nombramiento, el 22 de Junio de 1535, Fisher era
ejecutado en la Torre de Londres. Dos semanas después, el 6 de Julio, se le
unió Tomás Moro, también decapitado.
Tomás Moro y John Fisher, aún con sus cabezas puestas. |
Por
cierto, sobre esto una curiosidad. En 1989, John Fisher fue incluido en el
santoral de la Iglesia Anglicana, lo que viene a ser una especie de reconocimiento
de que Enrique VIII patinó ordenando su muerte, pero la Iglesia Anglicana viene
de Enrique VIII y el Acta de Supremacía... Cosas que pasan.
Volvamos
a los reformistas. Enrique, Ana, Cranmer, Cromwell... En cuanto la reforma
estuvo lanzada en Inglaterra (este reforma es con minúsculas, no confundir con
la Reforma), decidieron fijar un objetivo a desplumar: los monasterios. Así que
Cromwell comenzó a lanzar leyes, una detrás de otra, todas con el objetivo de
secularizar y desamortizar las posesiones de los monasterios de Inglaterra, que
dejaban de depender de Roma y pasaban directamente a los bolsillos del rey. De
nuevo esto no hizo mucha gracia en el pueblo llano inglés, en muchos casos los
campesinos trabajaban tierras que dependían de monasterios, o algo tan sencillo
como que se sentían espiritualmente más cerca de los monjes que de los lejanos
hombres que ordenaban desde Londres y que quizá habían condenado sus almas. Y
muchos ojos se dirigían hacia la nueva reina, hacia Ana Bolena.
Ana
de los Mil Días, como se tituló una de las películas que contaron su vida. La
cuenta atrás estaba en marcha.
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